A mí me
gusta el silencio. Es un bien que está en peligro de extinción. Considero que
aun no lo han comprendido los vivos para valorarlo. Por eso me encantaría
ser ermitaña, para estar en un lugar silencioso, rodeada de naturaleza,
disfrutando los sonidos que no atropellan mis tímpanos ni joden mi
cabeza. Pero la verdad es que cada día es más difícil lograr encontrar un
espacio que nos ofrezca tranquilidad. Lo que más fastidia es que no
importa cuánta paz deseen muchos, los que no les importa llegan y se pasan el
respeto o la sana convivencia por el culo. Es así, sencillo. Soy malo,
soy ruidoso, soy un perdedor de mierda, una escoria humana, un ignorante, llaga
de la humanidad y jodo a los 100 que tal vez quieren estar tranquilos. 1
contra 100. 10 contra 100. No importa. Les tememos, los respetamos y los
recompensamos. Los recompensan las leyes, el sistema y el estado. Intento
encontrar una buena explicación sociológica, psicológica, política, religiosa a
esto y nada puede darme el sosiego que necesito. Cada vez que lo explicamos lo
justificamos y eso ya se pasó de la raya.
Estos
días en que el ruido se enseñorea de cada rincón de este pedazo de tierra
me pregunté cuáles otros seres vivos sufren a raíz de esto. ¿Los perros?
Sí. ¿Los gatos? Ajá. ¿Las aves que tenemos cautivas en nuestras
casas o las que vuelan libres por ahí? También. ¿Vacas, caballos, cerdos,
reptiles, aves de corral? Ajá. ¡Todas! ¿Hormigas? Decidí en mis días libres
observar las hormigas que llegan a la casa de mis padres. Como les he dicho
antes, no es observación científica. La cosa es que grité, no tan alto, di
cantazo en el suelo, intenté hacer sonidos roncos, que simularan vibración…
nada de esto altero significativamente su desespero ante las migajas regadas en
el plato de comida del perro. Únicamente cuando di el golpe en el suelo
se detuvieron, algunas, por unos microsegundos. Observé también al perro
de casa, al del vecino, observé las reinitas que visitan el jardín de mi madre.
De todos, las hormigas eran las más tranquilas.
Donde
viven mis padres hicieron una cancha en unos terrenos tras el vecindario. En
ese terreno debe haber muchos hormigueros, pues en el patio de casa los hay por
temporadas. No hay problemas con que las hormigas construyan sus hormigueros
lejos de donde pisamos nosotros. Tampoco hay problemas con que se
construya una cancha y un pequeño parque pasivo para que haya sana diversión,
sy los idiotas que son el futuro de este país tengan alternativas al ocio, las
drogas y la delincuencia. Se supone que esto promueve la sana
convivencia. El problema está en quienes la usan. De todas las casas que
rodean la cancha, digamos unas 40 o 50 casas, pocos usan en el espacio para
esparcimiento. O quienes las viven son muy mayores ya o no tienen la fuerza de
voluntad para competir con los usuarios habituales. No. A ella
llegan chamaquitos de corta edad, de una barriada un poco separada del
vecindario, a gritar, tirar piedras a su techo de zinc, explotar pirotecnia,
poner alarmas, y los mas “adultos” van con sus autos a sonar sirenas o poner
música con megas bocinas a to volumen. El resto de las familias o
los viejos que viven en el área no tienen derecho a tener tranquilidad ni paz.
Dicho sea de paso, las hormigas ni los demás animales tampoco.
Pensaba
mientras las miraba antes de levantar el plato para fregarlo, ¿sienten ellas
ese revolú que siento yo? ¿Les tiembla el pulso cada vez que un cuarto de
dinamita o “cheribom” estremece las columnas de la cancha de acero y las
ventanas de nuestras casas? Si se está enfermo o cansado o simplemente se
quiere estar en su hamaca con algo de tranquilidad no se puede. Allí están, a
menos de 15 metros, la manada de bestias desconsideradas que gritan, se cagan
en dios, en los orishas, en krishna, en sus madres, y sus padres, sus
abuelos, se burlan de todo el que no es como ellos suponen que deben ser, el
gordo, el flaco, el afeminado, la tomboy, el viejo, el cojo, el evangélico, el
ateo, el independentista, el amargado, el feliz, de TODOS! Hacen repertorios de
sus mejores palabrotas, lanzan piedras, encienden su reggaetón con la mejor
selección de música para devaluar a la mujer y hablar de cómo coger (o violar,
como fumar pasto (que ojala y fuera el pasto lo que los jode) o meterse
perico. Dan las nueve de la noche y piensas, carajo, ya mismo se van a
sus casas. Claro, porque tienen casas y madres y padres o abuelos que los
crían. Pero, no, esa no es la hora, podemos ver el reloj caminar lentamente a
la esquina de las 11 o 12 de la noche y allí está reunido el paquetito que
heredará este país. Llamas a la policía, escribes a la alcaldía (quien
tuvo la brillante idea de construir en un lugar así la cancha), haces cualquier
cosa, solo para lograr que haya un poco de la tranquilidad que antes había en
ese pedacito de vecindario un tantito de silencio, mas respeto, menos alboroto
desmedido e irracional. Pero nada ocurre. (Aquí leerán muchos “peros”).
Los lugares donde viven o duermen estos chamacos tienen cierta paz.
Apuesto mi riqueza a que también tienen hormigas y mascotas y viejos o personas
que desean tranquilidad. Allí los adorna alguna que otra bachata hasta
las siete de la noche, uno que otro grito. Pero nosotros, los del otro lao,
tenemos que aguantar a sus pilemierdas hacer todo tipo de estupideces
robándonos la poca tolerancia que nos queda.
Ya no
sé cómo reaccionar ni qué hacer. Vengo de una familia que fomenta la paz
(aunque esto a veces me reviente). Y sufro, sufro porque todos, todos,
todos los días mis padres, mis tías y mis vecinos de toda la vida se enfrentan
a esta mierda. Ellos tienen que lidiar con la mierda que dejan los
caballos (maltratados y jodidos) en la carretera porque a las joyas del otro
lao les gusta pasearlas por mi calle. Tienen que lidiar con las sirenas y las
bocinas de los carros, con las motoras que se aceleran constantemente en el
espacio de la cancha, con los “niños” que gritan todo el tiempo, mas de dos
horas corridas, todo tipo de improperios que incluso a mí, que soy mal hablá,
terminan agotándome emocionalmente. Ahora la moda de los que, ay! Sé
que estoy siendo lo peor que haya sido nunca, pero que se joda, así me siento!!,
la moda de los que poco cerebro tienen porque no sirven para nada, ni para
trabajar, ni para aportar ni para hacer nada que contribuya a un mejor país,
tienen como moda, abrir los baúles de sus carros (que no sé cómo pagan!) y
exhibir el reguerete de bocinas con luces de neón, pasar con la música a toh
tren, lentos, paseándose entre las casas de las gentes que no hacemos ruido,
jodiendo la noche o el medio día, o la tarde! El asunto, antes de irme de
lo importante y lo medular, las hormigas siguen su ajoro entre la comida, su
trote desesperado para cargar alguito hasta el boquete que tienen bajo las
escaleras que dan para el patio. No parecen sentir los petardos, no
parecen inmutarse por este continuo aguacero que nos ha curtido deliciosamente
este viernes (denominado negro para los grandes intereses). Ellas están
concentradas, obviando el mundo y sus debacles cotidianos. Entonces, tomo el
plato, voy hasta el fregadero del patio, echo en el zafacón las sobras mínimas
de la comida del perro, me quedo pensando. Ya no escucho los petardos, ni la
música ni los gritos, sólo pienso, metida en ese boquete oscuro que añoro a
veces y provoco otras tantas con xanax, coño. Deberíamos ser como hormigas.
Ellas son dichosas. Nos doblan la existencia sobre esta tierra, nos pasan por
mucho en convivencia, no le temen al exterminio, ni a la quiebra. Qué
dichosas las hormigas. De seguro sus vecinos no joden como los
nuestros.